Cuando Néstor asumió la presidencia, la Argentina no tenía ninguna capacidad de maniobra. Era un blanco fácil del que se seguían aprovechando especuladores, grupos económicos concentrados y sugerentes políticos. Una coincidencia lamentable. Ellos no estaban crispados. Tenían buenos modales, consejos cordiales y mucho mundo. ¿Qué podría hacer aquel extraño patagónico, desgarbado, con problemas de dicción y sólo el 22% de los votos, para cambiar la pésima situación en la que se encontraba la gran mayoría de la gente?.
El panorama no era alentador, sin embargo a él se lo veía feliz. Había empezado algo y nadie podía sospechar de qué se trataba. No había salido de su casa para dar un paseo. Tenía en su cabeza la loca idea de desbaratarlo todo. Con 53 años y sin ningún pasatiempo que atenuara su ansiedad, puso manos a la obra.
Al tercer día de asumir la presidencia se descabezó la cúpula militar y pasó a retiró a 52 altos mandos. Recibió a las Abuelas y Madres de Plaza de Mayo en la Casa Rosada. Le puso fin a la Corte Suprema de la mayoría automática. Derogó la Ley de Reforma Laboral. Hizo quitar el cuadro de Jorge Rafael Videla del Colegio Militar. Transformó la ESMA en el Museo de la Memoria. Derogó las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Impulsó la apertura de causas de delitos de lesa humanidad. Dio instrucciones precisas a la política y al Ministro de Justicia para que no se reprimiera en las manifestaciones sociales. Incluyó a activistas sociales en la estructura del estado. Instrumentó políticas productivas que generaron 5 millones de puestos de trabajo. Incluyó a 2 millones de jubilados en el sistema provisional. Desendeudó al país y obtuvo la quita histórica de 67 millones de dólares a los acreedores privados. Puso fin a la relación crediticia con el FMI, previo pago de la deuda con fondos genuinos. Reinstaló los convenios colectivos de trabajo. Promocionó la generación de empleo y el consumo, fortaleciendo el mercado interno. Le dio al Estado un protagonismo creciente e inició de reformas progresistas. Instauró derechos sociales. Hizo la vigencia de los Derechos Humanos y la lucha contra la Impunidad un eje de su gobierno. Marchó contra las reformas de los 90. Convirtió al país en un emblema de integración latinoamericana y de respeto a los procesos populares y democráticos. Desautorizó el aumento de los servicios públicos que pretendían las empresas privatizadas. Le cedió el puesto a su mujer, quien profundizó el modelo y, entre tantas otras cosas, impuso retenciones a la exportación de granos, estatizó los fondos de las AFJP, cargó contra los monopolios mediáticos y recuperó el Fútbol Para Todos. Instrumentó políticas anticíclicas con el fin de preservar la demanda interna. Se volvió a hablar de política en los bares, en los colegios, en las universidades, y en las mesas de familia. Volvió a generar entusiasmo, inquietud y debate crítico.
Tuvo coraje, se arrojó a la experiencia de estar vivo, fue apasionado, un presidente militante, un conductor, un constructor.
Usó la política como herramienta para darle sentido social y transformador a la vida. Dio, según sus propias palabras “la gran batalla de amor con la Argentina”. Se apasionó por el destino del país. Fue pragmático cuando tuvo que serlo: “Teníamos que marchar haciéndonos fuertes”.
Se hizo malasangre. “Nos atacan por lo que hicimos bien, no por lo que hicimos mal”. Un día murió, temprano.
Todo quedó en penumbras por un rato. ¿Y ahora, que?, se preguntaron los miles a los que les abrió los ojos y la cabeza. Un silencio grande se adueñó de la mañana. Fue uno de esos días malos. El día en que millones se sintieron solitarios.
Cada uno se conmovió a su modo. “¿Cuántos encontraron súbitamente su verdad saliendo a la calle ese miércoles?” se preguntó José Pablo Feinmann.
El no era perfecto. Cometió errores y tuvo debilidades, pero ¿qué era lo que lo diferenciaba del resto de la clase política?
No le daba todo lo mismo. Decía lo que pensaba. Asumía riesgos. Fue un transgresor. Iba siempre para adelante. Su voluntad inquebrantable y su capacidad de trabajo no fueron doblegadas por el dolor del espíritu ni de la carne. Supo que no había tiempo que perder, se abrazó a los más humildes y comprometió a los que creyeron en él a no dar ni un paso atrás.
Sabía quién era y no estaba loco, pero la opinión del mundo poco le importaba. Tenía su propia visión y no jugó al juego de las apariencias. Su intención era hacer otra historia. No fue un aficionado del cambio. Creyó que se podía y lo hizo.
“Desde el primer día de mi militancia política, allá por los años 70, cuando desde la participación política activa creí que la Argentina se podía cambiar, creí en un proyecto popular, con consenso, en una democracia con equidad, con justicia y dignidad. Creíque era posible construir un país distinto. Esto fue lo que nos llevó a muchísimos jóvenes a participar activamente […] todo resultó en una gran frustración”, había dicho con la certeza de que finalmente sería superada la trama de errores del pasado.
También dijo que había entrado por la ventana y que lo iban a sacar con los pies para adelante. Fue una pena enorme que tuviera razón, que haya sido profético; él, que no había venido a traer la paz sino a restituirle legitimidad a la lucha por reducir las desigualdades.
Dejó en marcha un proyecto de país y un sueño que no se acabó con él. En el desván de la historia quedaron el desprecio y el cinismo con el que maltrataron a quienes pensaban diferente. Eso también se desvaneció como el humo.
Quedó su recuerdo vibrando en el aire. El recuerdo de alguien irremplazable. El recorrido de un hombre audaz con algo de niño. Una figura indispensable para entender a la Argentina contemporánea de la que fue su protagonista absoluto. El más inesperado.
Prólogo del libro "Néstor. El Presidente militante", de Gabriel Pandolfo.
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